viernes, 8 de noviembre de 2024

34... ¡35! años de existencialismo

Siempre confié en la escritura como mi aliada terapéutica más poderosa. Desgarra y enternece, retumba y destierra. No hay recurso más inmediato que escribir. Más contundente que el mismo pensamiento, tal vez menos intrusivo, aunque más afilado, más certero. Y como mi herramienta más arraigada, confío en que pueda expiarme de todo cataclismo inherente a la condición de vivir, a la condición de amar. Precisamente, porque reconozco su efectividad es que me siento insegura de expresar algo que ya no haya escrito. Y es esperable, ya antes he amado, ya antes he temido, ya antes he sufrido por lo intangible. No es ajena a mi alma esta tristeza seca arraigada desde que he podido hilar dos ideas acerca de mí misma. Soy fiel amiga del pesimismo, del auto-flagelo asociado a rumiar pensamientos catastróficos. Ya todo está escrito, es probable. Todo tiende a la repetición. Entonces ¿por qué todo continúa tan confuso? ¿Es esta una necesidad de repetir? como si fuese un impulso incontrolable e inherente al ser humano, o ¿repetimos la necesidad? como un anclaje perpetuo a la idea de completar una labor inconclusa, a tramitar una insatisfacción primigenia, vital, repetidamente irresuelta. Puedo hacer una pregunta, o varias, y aún así no obtener ninguna respuesta. Me siento un manojo de nervios y no tengo el conocimiento completo para entender qué lo provoca. Tengo tanto y tantos miedos que no sé siquiera por dónde empezar a enumerar. Me siento perdida y tengo un hueco en el estómago que ya no logro llenar con comida. Escribir, escribir, escribir, hasta que sangren los dedos. Y no terminar, porque tengo de marido al postergamiento y la evitación es mi amante. Quién diría que le iría al poliamor con mis inapropiados mecanismos de defensa. Hay días buenos, hay días malos (que en realidad no lo son —si ahondo en el significado del mal ontológicamente hablando, son solo días, días de me pegué en el dedo chiquito del pie cuando me paré apresuradamente a bañarme, días de no pude montarme en el vagón del metro a tiempo, días de Juepucha, se me olvidó echarme perfume o días de me caí y me he fracturado el tobillo derecho... y así... miles de fatuidades apretujadas en el saco de ¡Qué día de mierda! Pero sin etiquetas, no es sino otro día más de habitar el sin-sentido de la vida, encontrando razones minúsculas para aferrarse al instante, al caos, al desacierto azaroso de vivir sin saber qué putas hacer después, más que seguir una rutina como ilusión de control, de poder. Y aquí estamos, navegando la incertidumbre inherente a la existencia y ¡peor aún! a la relación con el otro, ese otro al que aplican reglas con excepciones, excepciones que ilusionan y que desestabilizan, que no te permiten hacer afirmaciones o sentencias, pues la vida es relativa y como puede que sí, puede que no... Si bien la mayor parte del tiempo no sé cómo maniobrar en esta vorágine de circunstancias, últimamente se me presenta con fuerza el dejar ir, el no aferrarse más que al instinto, a la tripa que me dice ¡Allí no es!... El escuchar al cuerpo como única vía para mediar entre la razón y la emoción. Esa intuición por tanto tiempo apagada, que siempre ha sabido indicarme cómo proceder y que yo siempre he silenciado, porque lo que quiero no se alínea con lo que me conviene, porque el sentir dolor no es chévere y estremece y mueve fibras que yo no quiero que sean perturbadas, porque estar sola un viernes no es tan nice a tener con quien apaciguar el tic tac del reloj, así sea para verlo scrollear enternamente en Tik Tok. Pareciera que la teoría está, pero en la práctica no se ejecuta lo aprendido. La terapia, como la vida, a veces pareciera sisifiana, pero sé que como en el VI de espadas, ante este camino incierto, a veces toca dejar los apegos atrás, dolerlos y seguir... no queda más que seguir y aferrarse a que en el horizonte habrá algo mejor, o al menos, algo más.